El Espejo de los Sueños
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Hannah intentaba dormir lo mejor posible en su nueva habitación.

No había bastado con perder a sus padres adoptivos durante esa terrible semana, ahora tenía que adaptarse a su nueva vida con sus padres biológicos en un lugar completamente ajeno y a su parecer tenebroso.

Intentando hacerla olvidar su pena lo más pronto posible, su familia decidió llevarla de vacaciones con ellos a la antigua casa de sus abuelos maternos, situada en un pequeño poblado a las afueras de la ciudad. Aquella casa era muy antigua y hacía tanto tiempo que nadie vivía en ese lugar que el ambiente era un poco tenso, húmedo y escalofriante. Hannah siempre pensó que esa clase de casas sólo existían en los cuentos de miedo, pero ahora se daba cuenta que la realidad sí superaba a la ficción.

Además de todo lo que había pasado en menos de dos meses, ese día había llegado tarde a la repartición de habitaciones; sus dos hermanas, habían sido más astutas al escoger primero el cuarto donde dormirían. Así que ella tuvo que conformarse con el amplio y frío cuarto al final del pasillo.

La habitación de Hannah era la más fría de todas, sus paredes oscuras y húmedas hacían que un escalofrío recorriera por la espina dorsal de la jovencita. Estaba segura de que si tuviera más iluminación no sería tan malo.

Muchas cosas extrañas habían acontecido en su vida en muy poco tiempo, aún le costaba trabajo entender que quienes vio durante toda su vida como sus padres eran sólo unas personas bondadosas que la habían adoptado de buena fe, amándola como a una hija, y que su hermano menor en realidad no lo era. Tanto los amó y ahora no los tenía a su lado, su corazón estaba hecho pedazos y hasta por unos segundos deseó que ellos no fueran quienes estuvieran muertos, sino su verdadera familia: los Luna Valle. Se odió a sí misma por pensar en eso, pero no sentía tanta culpa como debería.

Su verdadera familia había sido muy bondadosa con ella, pero el cariño que había comenzado a sentir por ellos no se comparaba ni un poco con el inmenso amor que les tenía a sus padres y a su hermano menor. Y de pronto, ellos ya no estaban a su lado, habían escapado de ella como el agua que corre entre las manos cuando se abre el grifo en el lavamanos.

Hannah recordó entonces que, si no hubiera salido aquella noche con su verdadera familia, en estos momentos estaría en el más allá con sus seres más amados: Sofía, Jorge y Dany, no había noche desde aquel entonces en que no susurrara tristemente sus nombres entre sueños.

Eso deseaba que todo fuera un simple sueño, una terrible pesadilla de la cual debía despertar y entonces, Sofía y Jorge correrían a abrazarla con fuerza para consolarla. Ella se aferraría al pecho de su padre, mientras su mamá le acariciaba suavemente el cabello para tranquilizarla; ambos le susurrarían al oído palabras de consuelo y esperarían hasta que nuevamente pudiera conciliar el sueño.

"Si me hubiera quedado a su lado, en este momento estaría con ellos", pensaba con amargura hundiendo su rostro en la almohada con el firme propósito de evitar que las lágrimas salieran de sus ojos grisáceos.

Aún no podía aceptar que no los vería nunca más, que no pasaría la Navidad en casa de su abuela, que en su cumpleaños ya nunca más recibiría por parte de su papá una pequeña muñeca de porcelana como cada año, que su madre no la abrazaría ni le cocinaría sus platillos favoritos, que Dany no escondería sus pertenencias ni tiraría de sus cabellos para hacerla enfadar, ni le daría un abrazo. No volvería a escuchar jamás el eco de sus risas… ninguno de ellos volvería a decirle que la quería.

Pero aún le quedaba algo de su antigua vida, alguien de su familia, ese era Zato, su perro labrador. Él había sido su fiel compañero desde hacían ya tres años, su defensor, su amigo, su compañero; el único ser en el mundo que parecía comprender totalmente el dolor que sentía en cada momento y que permanecía cerca de ella cada vez que le era posible. Su hermana menor era alérgica a los perros, por eso Zato debía dormir afuera y estar lo más lejos posible; pero, si le hubieran preguntado a Hannah, habrían enterado de que ella prefería a Zato sobre cualquier otra cosa en el mundo, ahora que su familia se había ido.

A Hannah le era difícil comprender lo parecida que era a su otra hermana, gemelas al fin y al cabo. Su cabello oscuro, su piel blanca, sus labios, su nariz, algunos de sus ademanes, sus gestos, su risa, incluso su voz; la única diferencias entre ellas eran sus ojos y el tipo de cabello; Hannah era de ojos gris azulado y cabello quebrado, mientras que Angie tenía los ojos gris verdoso y el cabello lacio, unas diferencia bastante sutiles, que se acentuaban aún más con sus caracteres tan distintos. Angélica era mucho más mimada y presumía de su feminidad, de su belleza, mientras que Hannah era más inquieta y se divertía jugando bajo el sol o la lluvia.

Sí le agradaban los Luna Valle, Angie era a veces tan boba que la divertía mucho; con Alejandra, su hermana menor, compartía el gusto por los deportes y los videojuegos; Silvana, su madre, era cariñosa y hacía el máximo esfuerzo por agradarla preparándole espagueti a la boloñesa, su platillo favorito, a pesar de no saber cocinar y no tener gran habilidad para ello; con Antonio, el padre, se divertía viendo películas de guerras y de ciencia ficción.

Suspiró un par de veces, en verdad deseaba conciliar el sueño, pero le era imposible. Había tantas cosas que invadían su mente que le era imposible relajarse; le parecía muy injusto que una chica de 12 años tuviera que estar relacionada con la muerte y con un cambio de vida tan repentino que incluso parecía una alucinación.

Miró hacia la ventana, caían gotas de lluvia que golpeteaban rítmicamente contra el cristal una y otra vez. Resopló resignada y cerró los ojos, pero algo, la sensación de que alguien estaba mirándola, la hizo abrir los ojos. Ahí, detrás de la venta, distinguió la figura de un niño que la observaba fijamente. No había nada en lo cual el niño pudiera estar de pie, ni un árbol, ni un pequeño tejado; la única respuesta, para nada lógica, es que el niño estaba flotando. La niña dio un grito ahogado al ver que esa extraña figura había desaparecido en un instante.

Hannah se puso de pie para correr a la ventana y la abrió de golpe, asomó su cabeza y recorrió con la mirada de derecha a izquierda y luego de arriaba abajo. Definitivamente no había nadie ahí. Entonces, un terrible escalofrío recorrió su espina dorsal. Tuvo, por segunda ocasión, una sensación extraña, como si alguien la mirara desde atrás.

Con un temor incontenible, tras sus movimientos titubeantes y lentos, volteó. Detrás, al otro lado de la habitación, había un ropero, una de las puertas de éste tenía un gran espejo rectangular. Hannah caminó lentamente hacia él con los pies descalzos, muy despacio; entonces notó horrorizada que su reflejo no era proyectado por el espejo. Temerosa y con el cuerpo hecho gelatina, levantó su mano izquierda con la intención de tocar el cristal del espejo, pero, en lugar de eso, las yemas de sus dedos atravesaron sin la menor dificultad la barrera que supuestamente debía estar presente, como si se tratara del agua de un estanque.

Después, comenzó a escucharse una melodiosa voz que la llamaba: "Hannah… Hannah… ven conmigo…".

Cuando la voz se calló, Hannah sintió que alguien la jalaba hacia el interior, ella gritó lo más fuerte que le fue posible, pero ya nadie podría escucharla. Ahora estaba dentro del espejo.

Una vez ahí dentro, miró frente a ella un niño de cabello blanco, con ojos azul claro, orejas puntiagudas y con la piel más blanca que había visto en su vida; era un niño albino o un duende, no supo definirlo con exactitud. Traía puesto un traje de mangas de boca ancha color blanco con toques de azul y filos dorados, un cordón dorado en la cintura, una vaina con su espada colgando en su espalda, también unas chinelas blancas con dorado y, entre sus manos, llevaba una pequeña flauta con la cual comenzó a tocar una dulce melodía.

Hannah comenzó a sentir algo de miedo al mirar a su alrededor. Incluso abrió los ojos de par en par cuando se dio cuenta de que debajo de sus pies no había absolutamente nada, sólo un inmenso vacío que, conforme era más profundo, se asemejaba más a la oscuridad del infierno. Ambos estaban flotando y todo a su alrededor estaba cubierto de una neblina grisácea muy tenebrosa.

"¿Será éste el más allá?" se preguntó "¿O acaso caí en el infierno?".

"No estás en el infierno" le dijo el niño hablando en su mente, sin dejar de tocar la flauta.


La melodía que el niño estaba tocando, le hacía sentir a Hannah mucha calma, paz y tranquilidad; todo el temor e inseguridad que, en primera instancia, le inspiró aquel lugar, poco a poco se fue disipando. Ella comenzó a balancearse de un lado a otro en el aire al ritmo de la hermosa canción que el niño albino interpretaba. Parecía que la flauta era tocada por un mismísimo ángel caído del cielo para consolarla, protegerla y animarla en esa vida tan amarga a la cual se estaba enfrentando en ese momento.

Al parecer nadie en el mundo comprendía su dolor, su soledad, la enorme angustia que tenía todas las noches; se negaba a dormir porque tenía miedo de soñar con su familia, de hacerse la ilusión de que ellos estaban una vez más a su lado y, después, al despertarse, caer en cuenta de la amarga realidad. Pero, por primera vez, desde la muerte de sus padres, se sintió en un verdadero hogar, un lugar cálido y hermoso que había sido creado sólo para ella, a pesar de lo lúgubre y oscuro que era en apariencia.

Hannah comenzó a tararear la melodía suavemente, su voz parecía ser el ingrediente extra que la música requería para ser aún más hermosa. El niño abrió los ojos y sonrió un poco al notar que la chica estaba alegre, pero no interrumpió su tocar ni un instante, sólo le lanzó una mirada cálida a la niña de ojos grises para incitarla a continuar e incluso a alzar el volumen de su canto, para que todo el lugar se llenara de su alegría y cobrara la vida que tanto necesitaba.

Entonces todo comenzó a tornarse con tonos multicolores, era como si un gran arco iris lo invadiera para teñirlo de alegría. La espesa neblina gris se dispersó lentamente hasta desaparecer, la oscuridad dejó de predominar en el lugar para dar paso a una luz intensa y cegadora. Hannah tuvo que cerrar los ojos, pero en ningún momento paró de cantar, incluso sonrió, fue capaz de sonreír después de interminables días en los que pensó que jamás volvería a hacerlo. Sus ojos, antes inundados por lágrimas tímidas e interminables, fueron intercambiadas por unas hermosas perlas blancas posadas perfectamente en sus labios para iluminar su rostro, ahora con una expresión cálida.

"Eso es, Hannah" le dijo el niño albino en su mente, tenía gran emoción en su mirada "Lo estás haciendo muy bien".

Las tinieblas que reinaban en aquel sitio habían desaparecido por completo, no se trataba más de una caverna oscura y tenebrosa; sino que se había convertido en una hermosa pradera con miles de colores que Hannah jamás pudo haber imaginado. La melodía que ambos, uno tocando y la otra cantando, habían interpretado dio fin.

Aquel lugar inerte en el que había entrado, se había transformado mágicamente en un lugar completamente lleno de vida. Había flores diminutas, arbustos, bellos árboles frondosos y llenos de frutos, aves, roedores, mariposas, toda clase de criaturas corrían contentas de aquí allá, e incluso había un río cristalino con una fuerte y constante corriente.

—Gracias, Hannah —le dijo el chico acercándose a ella y colocando su mano sobre el hombro de la niña.

Ella abrió los ojos, un leve tono rojizo se dibujó en la piel de sus mejillas al encontrarse con esos perfectos ojos color de cielo tan cerca de ella, entonces dio un paso hacia atrás; esa fue la única manera en que su vista tuvo un más amplio panorama para darse cuenta de cómo había cambiado el lugar en sólo unos instantes. Su expresión cambió a una sorpresa enorme ante toda la belleza que encontró.

Después de haberse creído en medio del infierno, se dio cuenta de que aquél sitio se había transformado en su paraíso personal, tal y como ella misma había imaginado que sería el edén desde que tuvo uso de razón. Afinó su oído para percibir cada detalle del que fuera capaz de notar, adoraba el sonido del agua y su golpeteo con las pequeñas rocas que le estorbaban en su camino. Entonces, un suave viento revolvió su cabello castaño y entró en sus pulmones llenándolos de aire puro y fresco, las hojas de los árboles danzaban al ritmo de ese mismo soplido.

—Es hermoso —concluyó Hannah al ver todo su esplendor, en su rostro había gran alegría e ilusión—, ¿cómo pasó esto?

—Fuiste tú —aseguró el niño con gran orgullo.

—¿Estás bromeando? —cuestionó incrédula dando otro paso más hacia atrás—. Es… imposible.

—Hannah, eres la única capaz de lograr esto.

La niña miró con gran ilusión hasta donde sus ojos le permitieron, de pronto, en el horizonte, vio que muchas criaturas se dirigían hacia ellos. Elfos, gnomos, duendes, enanos, grifos, pegasos, unicornios, hadas, silfos, centauros, minotauros, ninfas, hipogrifos, sílfides y miles de seres más que no pensó que existieran en verdad, salvo en los miles de cuentos que había leído desde más pequeña. Todos ellos llevaban entre sus manos una canasta grande, llena de comida, flores u objetos preciosos. Había también criaturas no tan fuera de lo común como lobos, zorros, conejos, ardillas, gatos salvajes y muchos más.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella con gran curiosidad al ver la multitud de seres fantásticos y mágicos que caminaban en la dirección en la cual ellos estaban.

—Vienen a agradecerte —respondió él—, traen ofrendas para ti.

La gran multitud se detuvo a escasos metros de ellos, acto seguido, se inclinaron ante ella para hacerle una reverencia llena de respeto. El niño albino dio unos pasos hacia atrás para alejarse de Hannah e hizo lo mismo que el resto de las criaturas. Ella, por su parte, miró con la boca abierta lo que estaban haciendo, se sentía demasiado extraña, jamás en su vida había tenido una experiencia parecida.

Dos pequeños niños de orejas puntiagudas fueron los únicos que caminaron hacia Hannah, también ellos llevaban en sus manos pequeñas canastitas que cargaban entre sus regordetas e infantiles manos.

—Gracias por salvar nuestro mundo —dijo la niña, quien aparentaba unos 7 años. Era una pequeña de cabello rozado y ojos amarillentos, tenía puesto un vestido blanco y unas pequeñas sandalias del mismo color. En su cabeza portaba una linda corona de flores blancas y amarillas.

La niña llevó su mano al interior de la canasta hasta sacar de ahí una corona de flores muy similar a la que ella misma traía, sin embargo, las flores de esa eran todas blancas, más grandes y mucho más frescas, como recién cortadas. Le hizo un pequeño gesto a Hannah para pedirle que se inclinara y así poder coronarla. Ella entendió de inmediato y agachó la cabeza para que la pequeña duende pudiera alcanzarla con mayor facilidad. Después, la niña dio un paso hacia atrás para darle paso a su, aún más pequeño, acompañante.

Hannah miró de reojo al pequeño aún inclinada, él aparentaba 5 años. Ella decidió ponerse de rodillas para estar a la altura del niño, éste tenía los ojos grandes, del color de la miel, la piel blanca y el cabello castaño claro. Se acercó a ella de inmediato, hurgó en su pequeña canasta hasta que sacó su puño cerrado de ahí. Él le pidió que extendiera su mano con la palma arriba y Hannah así lo hizo, entonces el pequeño dejó caer un hermoso anillo de madera con finos grabados y la imagen de unas diminutas hojas entrelazadas, hojas de maple pintadas con una especie de tinta natural.

—Estos somos tú y yo —dijo el pequeño, entre risitas agudas, señalando las dos hojas con sus pequeños índices—, para que siempre estemos juntos y que nunca me olvides.

Hannah quedó paralizada al escuchar las palabras de ese pequeño niño; entonces cayó en cuenta de por qué le habían impactado tanto. Él era idéntico a su hermano Dany, sus ojos, su cabello, su voz, su risa, incluso esa expresión inocente y alegre de su rostro era completamente igual a la de su hermano menor. Recordó entonces que siempre molestaba a Dany nombrándolo "duende" por ser pequeño y escurridizo; también se acordó de que, tanto a Dany como a ella, les encantaban las hojas de maple; durante el tiempo que habían vivido en Canadá coleccionaban las hojas que caían de los árboles, algunas con infinidad de extraños colores y otras verdes y amarillentas. Incluso, a veces les gustaba imaginar que ambos eran pequeñas hojas libres que bailaban al ritmo del viento en otoño.

"Estos somos tú y yo, para que siempre estemos juntos y que nunca me olvides", le repitió su mente con la misma dulce voz que acababa de escuchar fuerte y claro, la de su hermano.

Después, alzó la mirada para ver a los demás presentes, examinó a cada uno de ellos con cuidado, de pies a cabeza, hasta que fue capaz de ver frente a ella a una pareja de elfos que le sonreían con gran calidez y familiaridad. Ella, con el cabello castaño claro hasta los hombros, la piel morena clara y los ojos cafés; él, de piel morena, cabello oscuro y ojos negros, ambos muy semejantes a sus padres, a Sofía y a Jorge.

La chica sintió una horrible presión en su pecho, cayó en cuenta de que jamás, en toda su vida, podría llevar a su familia a conocer ese bello lugar, porque ya no estaban con ella. Que no sería capaz de escuchar sus voces, ni abrazarlos fuertemente como a ella tanto le gustaba.

—No puede ser —susurró Hannah poco antes de dejarse caer sobra sus manos para comenzar a llorar amargamente.

Cada vez una de sus lágrimas se impactaba contra el suelo, éste comenzaba a teñirse de negro y la neblina grisácea comenzaba a reaparecer.

—Hannah, no —le dijo el niño albino mientras se aproximaba de inmediato a ella y la tomaba de los hombros—, sé fuerte, por favor.

—Yh… yo… —balbuceó—, no puedo.

—Hazlo por mí, Hannah, sé que puedes hacerlo.

Hannah alzó la mirada sólo para ver cómo, poco a poco, la multitud de criaturas desaparecía en medio de la oscuridad, se esfumaban una a una como si jamás hubieran existido.

—¡Reacciona, por favor! —le suplicaba el niño albino.

Un vapor oscuro rodeó a la pareja de elfos a los que Hannah les había encontrado similitud con sus padres, desaparecieron al igual que lo habían hecho los demás, incluso su sonrisa cálida se desvaneció para dar paso en sus rostros a una expresión de desconsuelo y tristeza.

—Mamá, papá… se han ido —murmuró intentando contener las lágrimas, después posó su vista sobre el pequeño duende, aquel que era tan parecido a Dany.

—¡Hermana! —gritó el niño de cabello castaño al ver que también era cubierto por la espesa bruma oscura que comenzaba a absorber su pequeño cuerpecito—, ¡No me abandones!

—No… no —respondió ella en un susurro, él estiró la mano intentando tomar la de Hannah, ella hizo lo mismo, pero fue inútil, se desvaneció como el resto—. ¡Dany! —exclamó enloquecida al percatarse de que también lo había perdido a él, una vez más.

—Hannah, sé fuerte, resiste —rogó una vez más el chico de ojos azules.

—Éru —musitó ella elevando la mirada hacia el niño, nombrándolo por primera vez desde que había llegado ahí—, tú eres mi única esperanza —le acarició el rostro al niño y lo miró con dulzura.
Éru le asintió con una sonrisa decidida en su blanco rostro, también acarició con las yemas de sus dedos el rostro entristecido de Hannah, lo único que esperaba era que ella fuera capaz de sentir el apoyo que él intentaba brindarle.

De pronto, un agujero negro se abrió debajo del cuerpo de Hannah y comenzó a caer en su interminable profundidad.

—Yo siempre estaré contigo —le prometió Éru con una voz llena de seguridad—, así que tú tampoco me abandones —gritó para que ella lo escuchara.

—Nunca… —aseguró ella con un hilo de voz, no estaba segura de que Éru hubiera sido capaz de escucharla, pero confiaba en ello.

Su cuerpo continuaba cayendo, hasta que, por fin, logró ver una luz al final de camino, en lo más profundo de ese lugar, para luego caer en algo suave y blanco como el algodón.

—¡Ah! —dio un grito ahogado mientras abría lo ojos—. Fue sólo un sueño.

Hannah despertó, estaba sana y salva en su cama, en su nueva y tenebrosa habitación. Ya había amanecido, su corazón saltaba como si fuera a salir de su pecho, su respiración estaba bastante agitada e incluso unas cuantas gotas de sudor frío le recorrían las sienes; el sueño había sido muy real, más bien había sido una terrible pesadilla que no había hecho más que recordarle su dolor, no es que lo hubiera olvidado, era sólo que esperaba que, al menos sus sueños, no la traicionaran.

—¡Hannah! —exclamó la voz de su hermana Angie desde el exterior de su habitación—. Ya está el desayuno, baja pronto.

—Ya voy —respondió inmediatamente mientras se tallaba los ojos.

Bajó los pies de la cama presurosa, la duela estaba muy fría así buscó sus pantuflas, apenas las colocó en sus pies se levantó y caminó apresurada mientras tarareaba la melodía que Éru, el niño albino, estaba tocando en sus sueños.

Pasó frente al ropero y se detuvo un instante poniéndose frente al espejo.

—Definitivamente sí fue un sueño —se sonrió a sí misma al encontrarse con su propio reflejo, como debía ser.

—¿Hannah? —Angie abrió la puerta de la habitación de su hermana al creer que se había tardado demasiado en salir.

Ahí no estaba su hermana gemela.

Angie pasó su mirada por toda la habitación, pero no había el mínimo rastro de ella. Entonces
notó que las cortinas de la ventana ondeaban al ritmo del viento. Angie creyó que su hermana podía haberse escapado por la ventana para bajar a saludar a Zato o simplemente para huir de su nueva familia; ella sabía que Hannah no estaba pasándola demasiado bien con ellos y lo entendía a la perfección.

Asomó su cabeza por la ventana, no existía un lugar posible por el cual Hannah pudiera haber bajado al jardín, ni un árbol, ni siquiera pequeños bordes que le hubieran ayudado a descender, nada. Suspiró profundamente, había sido derrotada, su hermana era muy buena para jugar a las escondidas.

De pronto, sintió un terrible escalofrío detrás de la nuca, como si alguien tuviera clavada su mirada justo ahí. Se giró de inmediato y vio el espejo en el ropero. Caminó hacia él despacio, los espejos siempre le hacían justicia a su apariencia, por eso siempre le gustaba mirarse y, particularmente, en ese mismo se había visto más linda que nunca.

Angie dio un respingo asustada, pues vio de pronto la imagen de su hermana reflejada en el espejo.

—Hannah —exclamó asustada, se percató de que su hermana llevaba en la cabeza un adorno hecho con flores blancas—, ¿de dónde sacaste esa coro…

Angélica supuso que Hannah estaba detrás de ella, pero, al voltear no pudo encontrarla. Lo único que pudo sentir, fue un jalón que la atraía hacia el interior del espejo.



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Pues bueno, qué decir... aquí termina... es algo extraño -w- pero así va, porque... según yo, debía tener un final poco coherente.
De hecho este cuento es parte de una historia más larga que va casi de lo mismo, pero, como siempre, no la he escrito ~ ><